Ya falta muy poco para los Sanfermines y debido a esto reproducimos aquí un artículo con mucha autocrítica, sacado de un portal afín a la extrema izquierda que nos sirve para ver la clase de personajes que con demasiada frecuencia se mueven en torno al submundo de las "fiestas populares" organizadas por la izquierda abertzale.
La pervivencia a lo largo y ancho de Euskal Herriak de las txosnas (con diferencias notables en cuanto a permisividad y número de una localidad a otra), parece contrastar con el declive del tejido combativo vasco. Una contradicción que no se revela tan abismal si se observa desde dentro que, en muchas ocasiones, el desarrollo de una actividad supuestamente militante no deja de ser sino el mantenimiento de unas rutinas lúdicas y ociosas. Sin querer ni poder fijar un punto de inflexión en torno a este proceso, es sencillo constatar la desaparición de una cultura militante basada en el trabajo y el compromiso, en beneficio de otra fundada en el deseo, la apetencia o el mero capricho.
¿Cómo se manifiesta esto en los espacios pretendidamente políticos? Los eventos lúdicos copan la práctica totalidad de los calendarios de gaztetxes y centros sociales en su sentido más amplio. Los actos de enfrentamiento y conflicto con la realidad palidecen en número si se comparan con la proliferación de saraos alternativos: conciertos, jantokis, fiestas horteras... que muchas veces degeneran en festivales de deliberada marginación, malditismo y autocomplacencia. El denominador común de todo ello es el consumo, tanto de mercancías (drogas legales o ilegales, discos, camisetas...) como de ideología (eslóganes breves y fácilmente digeribles, modas «radicales», estética... falsa conciencia en definitiva). Y poco cambia que todo ello se haga a precios populares o en lugares liberados (de qué, se pregunta unx). Un ejemplo ilustrativo de todo esto es que el colofón de una jornadas, que generalmente se suele tratar de un concierto, congregue a más personas que el resto de actividades planeadas dentro de ellas, generalmente con unos fines más divulgativos y didácticos (charlas, debates, pases de videos...).
Dentro de este despropósito habitual, las txosnas ocupan un lugar privilegiado. Se antoja obvio matizar que no son lo mismo fiestas de Gasteiz (con menor asistencia de gente) que Aste Nagusia de Bilbo (masificadas y turistizadas) o Santurtzi, como tampoco lo es saber que el dinero aportado se destina a una lucha real (asistencia y apoyo a presxs, ciertos conflictos locales...) que a financiar más cenas o conciertos. Si hubo un tiempo en que el montaje de txosnas adquiría su sentido en la financiación de una labor política, no resulta excesivo aseverar que a día de hoy, los medios se han convertido en un fin en sí mismo.
Desde otro punto de vista crítico, resulta evidente que las txosnas funcionan gracias al consumo. Sin el derroche que se ejercita durante las fiestas es impensable el mantenimiento de las decenas de ellas que se dan cita en algunos pueblos y ciudades. Este consumismo se traduce en desagradables consecuencias que a menudo no se desean afrontar. Por un lado, las toneladas de desperdicios, basuras y fluidos humanos de diversa procedencia que no son los propios organizadores, sino empleados de las instituciones públicas, quienes recogen. Claro que, esto no es más que otro de los efectos que se desprenden de la degradación del término autogestión, que en lugar de entenderse como una aspiración a gestionar de modo directo todos los ámbitos y problemas de la vida, ha pasado a considerarse como un mero acto de recaudación. Así, cualquier concierto o actividad de autofinanciación (normalmente acompañada de venta de alcohol u otras cosas) se celebra como una declaración de autonomía financiera. Otro de los aspectos que se suele pasar por alto es un modelo festivo embrutecedor y alienante, en el que las relaciones sociales generalmente están pasadas por el filtro de las drogas y la música atronadora. En una sociedad en la que se han roto o deteriorado muchas formas de relación no mercantilizadas hay en general una pérdida de espontaneidad (en lo sexual y en lo relacional), sustituida por una pseudoespontaneidad en la que a menudo el alcohol y otras drogas actúan como ineludibles elementos desinhibidores. Esto da pie a un masivo descontrol en que el recinto de txosnas se convierte en un lugar propicio para todo tipo de conductas inaceptables (agresividad, baboseo, robos y atropellos a personas que sufren los rigores de las drogas consumidas...) o que incluso, a veces, sea la propia policía la encargada de velar por el mantenimiento de un cierto «orden» (una labor que debería recaer sobre los organizadores de este espacio en una muestra de soberanía colectiva frente a injerencias de autoridades externas).
En segundo lugar, semejante despliegue de infraestructura (grupos fantasma, partidos o asociaciones que tan solo hacen su aparición en estas fechas), proyecta un espejismo político y muy a menudo la falsa conciencia de estar participando en un proyecto que poco o nada tiene que ver con algo más que con una maquinaria recaudadora. Algo que hace que lo que las txosnas ofrecen pueda encontrarse, las más de las veces, en un bar «del rollo» cualquiera. Salvo excepciones contadas, en las que el consumidor sabe perfectamente qué ocurrirá con su dinero, el destino final de éste es una incógnita que no se materializa en un trabajo político concreto, eso sí, tampoco nadie demanda unos resultados materiales.
Ante todo esto, cabe preguntarse qué es lo que mantienen de populares las fiestas. El itinerario festivo se compone de excursiones por la geografía vasca en busca de txosnas y de lo que ello conlleva implícitamente; consumir, follar si surge la oportunidad y pasar la resaca o la gaupasa lo más dignamente posible. Se trata de un modelo adolescente, a menudo molesto para los propios habitantes y el ecosistema del pueblo y en el que las tradiciones locales y la participación real poco pintan.
Con todo lo comentado, no parece que las txosnas estén dotadas de demasiadas virtudes, no obstante, resulta un error no reconocer la posibilidad, casi única, de tomar durante un período de tiempo un espacio público y recaudar dinero para algunos casos muy concretos de conflictos auténticos. Por lo demás, lo lamentable sería que la desaparición efectiva de las txosnas no supondría ninguna catástrofe para lo que queda de movimiento popular, por el contrario, cristalizaría en la desaparición testimonial de determinados simulacros políticos que apenas existen más allá de su marca de empresa y de una ficticia o incluso falsa oposición al sistema. Un ejercicio éste, el del cierre voluntario de un chiringuito político, que por falta de honradez no suele llevarse a la práctica, prefiriendo que la inercia haga ese agónico trabajo.
Por Jon Aguirre, sacado de: http://www.nodo50.org/ekintza/spip.php?article436
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