El Monumento a los Caídos de Pamplona, en su particular historia, siempre ha sido paradójico.
Se construyó en un momento en que Navarra iniciaba un tránsito sin retorno desde una sociedad y un orden tradicional, cohesionados por el catolicismo, hacia un destino desconocido que auguraba promesas de tiempos mejores.
A ritmo de vértigo, Navarra pasó de ser una sociedad agraria a otra predominantemente urbana. Del modelo de familia extensa, sujeta a la autoridad del padre y la madre en sus respectivos ámbitos y bajo la mirada de benévola autoridad de los abuelos, a una familia nuclear en la que todos sus integrantes precisaban resituarse en un mundo en rápido cambio.
Adhesivo de una iniciativa ciudadana en defensa del Monumento
La Iglesia católica, en los años 50 del pasado siglo, todavía era dominante, dogmática e incuestionable. Con todo, entre sus paredes se respiraban ciertos aires de libertad: daba sentido a la vida, consuelo ante las dificultades, formación y escuela, criterios para responder a los retos cotidianos y accesos al mundo circundante de tan cerrada sociedad. La vida transcurría despacio, pero todo, realmente marchaba muy deprisa; acelerándose en los 60 y, no digamos ya, en los 70 y siguientes décadas. De un orden social tradicional se saltó a la posmodernidad casi abruptamente y sin escalas.
El Monumento fue una respuesta colectiva, de su tiempo, a una experiencia traumática de la que casi nadie quería acordarse: el tributo de unos “vencedores” a sus muertos en la reciente guerra civil, quienes empezaban a sentirse solos.
Se ha afirmado, y no pocas veces, aunque con intencionalidad muy distinta, que la ciudad de Pamplona ha vivido de espaldas al Monumento. Se podría afirmar que no sólo Pamplona; seguramente toda Navarra.
A un monumento, el que sea, o se le insufla vida o sus dimensiones y significados simbólicos perderán sentido para las gentes que lo contemplan. Así fue.
La Guerra Civil fue una tragedia de dimensiones cósmicas. El dilema de unos y de otros, a pesar de otros muchos que no se sentían o no querían verse involucrados, fue matar o morir; espoleados por el miedo.
El siglo XX anticipó sobre Navarra y el resto de España lo peor de sí: las ideologías totalitarias, la violencia política, la división entre las familias, la conflictividad social, nuevos mecanismos de dominio y manipulación individual y colectiva… el miedo. Y el miedo puede sacar lo peor de la especie humana.
Historia e historiografía pretenden entender el pasado, hacerlo comprensible, aportar luces para presente y futuro, entrar en la mente de nuestros antepasados.
El pasado fue y nada lo cambiará. Se puede reescribir la Historia, pero ello no traerá paz a los muertos; ni sentido a los sufrimientos olvidados, distorsionados o magnificados.
La Memoria Histórica puede ser un instrumento al servicio de la convivencia si es honesta, global, imparcial.
La memoria, toda, en principio es selectiva. Pero su ejercicio puede permitir recuperar experiencias, relatos, vivencias que forman parte, en cierto modo, de todos nosotros; pues somos fruto de nuestras acciones, de nuestra herencia y de la sociedad que nos toca vivir.
El Monumento se construyó sobre una aparente unanimidad; que no era tal. Demasiadas heridas, silencios, conveniencias, tópicos… demasiada muerte.
Fue una obra monumental, pero, como toda obra humana, imperfecta.
Con indudables valores artísticos, urbanísticos y arquitectónicos, antes o después sería cuestionada.
Se podría perfeccionar tal obra, adecuarla, o destruirla… Las opciones siguen abiertas.
ETA primero, las organizaciones memorialistas que poco a poco se fueron configurando con pretensiones muy legítimas, y los partidos de izquierda y separatistas finalmente, han hecho causa común con el mismo objetivo: destruir el monumento o transformarlo de tal modo que llegue a significar todo lo opuesto que sus constructores pretendieron.
El futuro del Monumento según AFFNA
Si lo logran –lo que pueden conseguir ante la incomparecencia pública de los herederos de quiénes debieran defenderlo-, Navarra volvería a sufrir una nueva mutilación; si bien incruenta y sin derramamiento de sangre.
La cuestión que subyace realmente es: ¿queremos conocer la verdad?, ¿saber qué sucedió? ¿Por qué nuestros antepasados -padres, abuelos, tíos- se enfrentaron hasta extremos inimaginables?
La Historia y la historiografía pueden ayudarnos a ello, pero despojándonos previamente de prejuicios ideológicos y tópicos hoy predominantes, pero que, como toda obra humana, están condenados un día no muy lejano al ostracismo y al olvido.
Si miramos las piedras que todavía tenemos ante nosotros, podemos entender muchas cosas. Veremos, así, que entre los muros del Monumento figuran, aunque hoy tapados, los nombres de miles de nuestros antepasados. Con sus vidas truncadas ferozmente, sus proyectos, sus rostros, sus esperanzas, sus creencias… con toda su humanidad violentada. Y no menos que los de quienes eran fusilados masiva y brutalmente en un ejercicio impío de “limpieza” y “seguridad”.
Entonces, ¿a quiénes correspondían aquellos nombres entonces grabados y hoy tapados patéticamente?
La Gran Enciclopedia de Navarra, a la que difícilmente pudiera acusarse de tendenciosa, en su versión digital (http://www.enciclopedianavarra.com/?page_id=10876) responde de la siguiente manera, aportando un contexto histórico sin el cual es muy difícil encuadrar estas circunstancias a las que hoy nos asomamos: “Se ha calculado que, durante los tres años de guerra, empuñaron las armas más de 16.000 requetés y unos 6.500 falangistas navarros, voluntarios todos, a los que se sumaron más de 18.000 soldados, navarros también, que fueron llamados a filas con sus respectivas quintas. En total, la aportación navarra a la guerra fue semejante, en número de hombres, a la del resto de la España sometida desde el principio por los sublevados, dado que los mandos militares acabaron por imponer la movilización general obligatoria. La singularidad de Navarra radicó en que, muy por delante de todas las demás regiones de España, la gran mayoría -dos tercios- de los movilizados fueron voluntarios”.
Desde algunos “memorialistas” se insiste que en el factor “voluntariado” -decisivo para entender las razones de este monumento y el “espíritu” de aquel tiempo- concurrieron muchas motivaciones dispares nada acordes con el “espíritu de Cruzada”: oportunistas, desesperados, aventureros… y no pocos cuyo motor real fue salvar la propia vida, la de sus familiares o conseguir unos mínimos ingresos económicos (por ejemplo, véase https://zaratiegui.net/2015/08/21/voluntarios-navarros-en-la-guerra-civil/).
Seguramente hubo de todo: altruismo, miedo, terror, pasión, indiferencia, desesperación, fatalidad… El clima político de los años anteriores era prebélico. La incorporación de las masas a la política, fenómeno propio del siglo XX, acarreó como inevitable e indeseable tributo la formación de milicias por parte de casi todos los partidos existentes, fueran democráticos o no; y la consiguiente extensión de una guerra civil a toda la población mediante procedimientos “industriales”. Todos estos factores deben considerarse –y no ignorarse o darse por sentados- para comprender con los datos de hoy, la mentalidad de ayer, en un intento de entender las motivaciones y los mecanismos mentales de nuestros antepasados; aunque en principio sus comportamientos nos generen rechazo, incomprensión o lejanía.
En todo caso, independientemente de la motivación de aquellos voluntarios, o enrolados forzosamente, quienes concibieron el Monumento situaron a cada fallecido, y con no escaso sentido común, en su localidad de origen; no en la unidad militar o milicia a la que se incorporó. Con más razón debieran rehabilitarse tales relaciones nominales, hoy tapadas, en un ejercicio de valoración y respeto ante tanto dolor y como impotente aproximación ante lo inconmensurable de aquella tragedia que jamás debiera reproducirse; ni siquiera a mínima escala. Nombres y apellidos: de todos. En Pamplona y en Sartaguda; pues no es una cuestión de equidistancia, sino de humanidad.
La Gran Enciclopedia Navarra, por su parte, también concreta al respecto: “En total, de todos estos hombres, entre 1936 y 1939 murieron 4.545: de ellos 1.766 soldados, 1.700 requetés y 1.074 falangistas, conforme a la estadística del Gobierno civil”.
Tal es la realidad de la Historia. Aunque hoy nos sorprenda, abrume o aterre.
Inscripción hoy tapada de fallecidos -a resultas de los combates- de Tudela
Desde una voluntad de servicio a la sociedad navarra, sin ataduras políticas y libremente, queremos facilitar a nuestros lectores, y a todos los interesados en esta temática -que se remite a la identidad, la herencia y las raíces de nuestro ser individual y colectivo- un documento elaborado por el colectivo El colibrí, al que hemos abierto en otras ocasiones este medio, en el que se abordan múltiples informaciones y perspectivas centradas en el Monumento a los Caídos: Hasta su total demolición (https://drive.google.com/file/d/12oTo76LcNlJ-BWAppsQDEZn-UAu9K_8m/view?usp=sharing). Tal es el título escogido para un trabajo que no debiera pasar desapercibido a cualquier interesado en las raíces y problemas de nuestros días.
Sila Félix
No me parece bien tapar las placas. Es no tener en aprecio a los que dieron su vida muchas veces forzosamente y otras voluntariamente, pero todos tienen derecho a que se les recuerde, y les honren con unas oraciones, del bando que sea.
ResponderEliminarTampoco me parece bien demoler nuestra historia, la tenemos que recordar con
un amor para todos, pues todos dieron su vida por España. los monumentos nos transportan a cada época y esto no deja de ser entrañable