lunes, 1 de diciembre de 2014

El día en el que robaron el tesoro de la Catedral de Pamplona


La noche del 10 de agosto de 1935 fue una calurosa noche de verano más en la vieja Pamplona. Había habido música en la plaza del Castillo y fiestas en la Rochapea, sin embargo algo haría que no fuese otra noche más...

La noche anterior dos sombras se movían por la parte vieja de Pamplona, habían robado una escalera de unas obras frente al colegio de Salesianos y realizando un rodeo por las arboledas del rio Arga la izaron por las murallas mediante una cuerda hasta situarla en la parte de atrás de la Catedral de Santa María la Real.

Las dos horas siguientes fueron de trabajo y vigilancia: mientras uno aserraba uno de los barrotes de la reja de la la sacristía, el otro vigilaba desde un lugar apartado. Tras finalizar la ardua labor de aserrar el barrote de 2,5 cm de grosor, escondieron la escalera en unos matorrales de las inmediaciones.

La noche siguiente, la que nos ocupa, ambos individuos volvieron pertrechados esta vez con una pistola, un escoplo, palanquetas, una linterna eléctrica y un croquis de la sacristía. Esta vez la intención era clara: perpetrar uno de los robos sacrílegos más audaces en la historia de España.

Poco después de las 12 de la noche, los ladrones volvieron a colocar la escalera de la reja y forzaron el barrote serrado anteriormente hasta que lograron entrar en el balcón. Tras reventar el ventanal, lograron acceder a la Sacristía Mayor, pero al intentar violentar la puerta que da a la cámara del tesoro esta opuso una fuerte resistencia y desistieron.

Tras registrar de forma atropellada los cajones, encontraron las llaves de uno de los Canónigos, con las cuales accedieron a la cámara del tesoro esta vez sin problema alguno. Por el tiempo de una hora se dedicaron por espacio de una hora a seleccionar las piezas más valiosas allí presentes. Robaron joyas, relicarios y cruces de oro. Incluso destrozaron las coronas de oro y piedras preciosas para que ocupasen menos espacio. Sin embargo, conservaron intacta la arqueta de marfil hispano-árabe, objeto que sabían era el de mayor valor allí presente.

Una vez hecho esto forzaron la puerta de la sala donde se exhibían las monedas de oro y procedieron a sustraerlas también. No contentos con esto, tuvieron la calma de sentarse a consumir unas pastas que había por allí junto con el vino de celebrar. Tras finalizar su tropelía, descendieron de nuevo a la parte trasera de la Catedral, donde se dividieron cada uno por un lado. Uno se llevó el saco con las joyas a un piso de la calle Arrieta, mientras que el otro ocultó la arqueta por la carretera de Irurzun.

Es a las 6 de la mañana siguiente cuando uno acólitos y dos monaguillos se encuentran con el desbarajuste provocado por los cacos. Tras comprobar que no había nadie por allí dentro, acuden a buscar a algún guardia en las inmediaciones de la Catedral. Al final de la calle Curia dan con un municipal que a su vez llama mediante su bastón a otro que se encontraba en la plaza del ayuntamiento, al regresar constatan que obviamente no había nadie allí dentro, ya que los ladrones habían entrado y escapado por la reja del balcón.

Horas más tarde ona ola de indignación recorre Pamplona entera. Había desaparecido casi todo el tesoro de Santa María la Real: las coronas cuajadas de esmeraldas, la virgen y el niño, ramos de oro y diamantes, ricos broches, antiguas monedas, el toisón de oro, anillos, cadenas, sortijas, cálices... junto a estos tesoros, habían sido robadas también dos joyas arqueológicas de gran valor: la reliquia de Lignum Crucis que el emperador de Constantinopla le había regalado al rey Carlos III el noble y la mundialmente reconocida arqueta hispano-árabe, una maravilla en marfil proveniente del monasterio de Leyre y que se remontaba hasta el siglo XI.


El valor de lo robado, se calcula por aquel entonces de siete a ocho millones de pesetas. El equivalente actual en euros y tras aplicar la inflacción, sería aproximadamnte de 6 a 7 millones de euros. El telégrafo se encarga de extender la noticia a la policía de toda España y Europa.

Las primeras sospechas recaen sobre un mejicano que se dedicaba al comercio de obras de arte: José Oviedo de la Mota. Dicho trate residía en París pero había estado alojado durante unos meses en un hotel de Pamplona junto con otro vendedor italiano, Ferdinando Papaelo, fichado por la policía. La conducta de este ciudadano mejicano había llamado la atención, vivía de forma expléndida con numerosos viajes a las demás capitales del reino y lo que era más sospechoso, había hecho visitas casi a diario a la Catedral de Pamplona donde vió el tesoro varias veces.

Oviedo de la Mota también había tratado de obtener trato con personalidades del Cabildo Catedralicio. Al fallar en este cometido, trabó amistad con el portero del Templo, un veterano de la Guerra Carlista. Al fallecimiento de este, pagó su entierro y se interesó por la persona que lo sustituiría. El mejicano tubo entonces un altercado con la hija del portero, que lo veía como a un espía o un ladrón de turbias intenciones. También había intentado ofrecerse como restaurador de cuadros a dos canónigos de la catedral, pero también fracasó en este cometido.

Meses después y a pocos días del robo, el mejicano había vuelto a Pamplona, acompañado por el ya mencionado tratante de joyas Papaelo y desde allí habían ido a Jaca a ver a un hijastro de Oviedo llamado Luciano. A estas alturas de la investigación, la policía acude a interrogar al hijastro del mejicano dado que consideran en un principio a Oviedo de la Mota como planeador del robo y a Papaelo como el autor del mismo.


Desde Londres, el tratante de arte manda una misiva al Ministerio de Gobernación de  España negando tener realción alguna con el robo, mientras en parís su colaborador Papaelo era detenido, declarandose ajeno al robo en Pamplona.

Los periodistas y la policía centran su investigación por aquel entonces en las vías de escape que previsiblemente llevarían el tesoro robado a Francia, poniendo su mirada en los pasos fronterizos con el país vecino. Sin embargo, la mañana del 18 de agosto unos chiquillos jugando en los jardines cercanos a la plaza de toros habían encontrado unos engarces de metal que habían entregado a un sacerdote al sospechar que podían pertenecer al tesoro robado. Dichas piezas metálicas resultaron pertenecer al relicario del Lignum Crucis.

La policía, al calcular que podían haber sido lanzadas desde alguna de las ventanas cercanas, procede a registrar en primer lugar el piso en la calle Arrieta de un industrial pamplonés, que había sido relacionado con un ladrón que había intentado robar ya en la Catedral de Burgos. En un primer lugar, el registro del piso no dio fruto alguno, hasta que a uno de los agentes le dió por mirar dentro de la tierra de una de las macetas, donde encontró cinco anillos. En las otras macetas encontraron piedras preciosas y trozos de oro recién fundido.

Un registro más municioso encontró ocultas en otras estancias de la casa relojes, cadenas, condecoraciones, piedras preciosas, monedas de oro, además de parte del Lignum Crucis. Muchas de estas joyas habían sido bárbaramente destrozadas para obtener las gemas o el oro.

Estos hayazgos motivaron la detención del citado empresario en un bar de la calle Jarautas, al no haber duda de que era cómplice de los autores materiales del robo, el empresario señala como autores del robo a José Roman Rodríguez Rajo, un gallego de 53 años apodado "el portuguesiño". Al vasco Ramon Gainza Iguaran, natural de Tolosa y conocido como el "el Román", y a un tercer autor José Casado Herrera, alias "el sieteveces" que además estaba fichado en San sebastían como un peligroso topista.

Gracias a las declaraciones del detenido, comienza la búsqueda de la valiosa arqueta en torno a la carretera de Irurzun que no ofrece ningún resultado. Sin embargo, otra casualidad hace que unos labriegos encuentren la arqueta de marfil completamente intacta escondida en unos arbustos cerca de Berrioplano, al lado de la carretera de San Sebastian.

Mientras, las autoridades interceptan una carta del industrial en la que de forma codificada le indica a un familiar suyo que tiene que recoger la radio de su casa, pues en ella hayaría gran riqueza. Con estos datos, encuentran escondidas en las pilas de la radio nuevas piedras preciosas y reliquias del Lignum Crucis. Aun así y todo, aun faltaban 50 piezas del tesoro.

Uno de los autores materiales del robo, "el portuguesiño", fue detenido al final del año en Burgos por posesión de armas y declaró que el relojero pamplonés fue quien planeó el robo y se lo encargó a el y a Ramón Gainza Iguaran, que sería detenido en Vergara en enero del año siguiente. Finalmente, el industrial que había sido autor intelectual del robo, moría en la cárcel medio año después y a un día del juicio, llevándose a la tumba muchos de los misterios en torno a este caso.

Hispano

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