martes, 19 de junio de 2018

El movimiento panvasquista nacionalista y socialista muestra su músculo en Pamplona: totalitarismo versus ciudadanía


El pasado sábado 16 de junio, por enésima vez, el movimiento totalitario abertzale desbordó Pamplona en una verdadera demostración de fuerza.

Acaso fueran algunos menos manifestantes que en la del pasado 14 de abril; ocasión en la que también se movilizaron masivamente en defensa de la manada de Alsasua. En todo caso, fueron muchos, muy organizados, sabían a qué venían y actuaron en consecuencia. Se dejaron ver y tenían ganas de ello.

Así, conforme llegaban a la ciudad, desfilaban en grupos de amigos, muchísimos padres con niños (pero, ¿no es eso adoctrinamiento?), pandillas de adolescentes voceando, militantes abertzales ya veteranos… Se les identificaba inmediatamente: ropas análogas, cortes de pelo al estilo “vasco”, botas de monte, tonos oscuros, camisetas negras sin mangas, pegatina en pecho. Marchaban alegres, con miradas desafiantes, muy seguros, endiosados incluso. Sabían que sería una gran jornada, un nuevo éxito. Y volvían a manifestarse en Pamplona, su “capital irredenta de los vascos”; con una “derecha cunetera” aterrorizada, ausente, de rodillas… Todo muy perfecto, una maquinaria bien engrasada, un ensayo reiteradamente probado.

Esa manifestación no se asemejó, apenas en nada, a la del pasado 2 de junio organizada en contra de la imposición lingüística del vascuence batúa; es decir, la convocada por entidades ciudadanas más o menos navarristas.

Cohesión interna, ritmo acompasado, acompañamiento corifeo de los eslóganes propios de la campaña en favor de los cabestros de Alsasua… Por contra, en la del 2 de junio, apenas se corearon gritos; asemejándose más a una romería dominical que a esas demostraciones de orgullo y odio, a partes iguales, que tanto caracterizan a los abertzales.

Un bisoño dirigente local de Ciudadanos nos confesaba, al término de la del 2 de junio, que “nosotros no sabemos manifestarnos”, “los nuestros se manifiestan poco”, “tenemos que aprender de los otros”. Y como excusaba alegaba que “casi todos los abertzales que se mueven están pagados”. Empecemos por el final.

Es cierto que el movimiento abertzale ha estructurado un complejo entramado de asociaciones deportivas, centros escolares, librerías, locales hosteleros, entidades recreativas, fundaciones culturales, sindicatos…, copando, además, profesiones como las de profesores de euskera, traductores, gestores culturales, técnicos de igualdad, determinadas ramas artísticas. Sin duda han generado una verdadera “industria” cultural y recreativa; una auténtica clientela, en el sentido más romano del término, que se moviliza cada fin de semana con una u otra excusa. Y ello sin considerar la trama conjunta de enchufes, contrataciones amañadas, convocatorias casi clandestinas en las que únicamente se omite el nombre del beneficiario, con las administraciones públicas que van progresivamente controlando. Es cierto que muchos de estos manifestantes habituales tienen conexiones personales, profesionales y crematísticas con el entramado, llamémoslo cultural, abertzale. Pero no nos engañemos: la mayoría de quienes vinieron a Pamplona el sábado pasado no están a sueldo de ninguna de esas entidades tan diversas. No lo están los jubilados que en buen número también se manifestaron. Ni entre los numerosísimos jóvenes y adolescentes movilizados. Ni seguramente, entre la mayoría de presentes. Es más: esas familias que, al completo y en grupo desfilaron unidas y alegres, vienen disfrutando y mucho en cada evento; siendo muy conscientes de su aportación cotidiana –y no de manera ocasional- a la “construcción nacional”. No en vano, lo que mueve a todos ellos no es un sueldo, que también puede ayudar en una fase de la vida, ciertamente. Lo que les impulsa a movilizarse cada fin de semana, en Pamplona, en otras capitales, frente a una prisión española alejada, en Bayona o en las múltiples iniciativas en favor del batúa, es una mística común y unos ideales vivos. Nos referimos al hálito vital que insufla vida a su particular concepción de la existencia, de la cultura y, lo que es tan importante o más, su sentido de pertenencia a una comunidad humana en marcha en aras de un preciso proyecto holístico.

Es fertilizante, decían jocosamente las batasunas mientras sus hombretones "regaban" las plantas altas de los jardines de la Avenida de Juan Pablo II en Pamplona, decenas de ellos uno detrás de otro hacían del orin el aroma de la parte alta de la cuesta sin importar demasiado las familias que paseaban al otro lado del parque. Nos dejaban lo mejorcito antes de subirse a los autobuses (con baño) que les habían traído a la manifestación a favor de La Manada de Alsasua, la cerveza y el kalimotxo es lo que tienen.

El título de este texto es un poquito demagógico adrede. El movimiento abertzale no es un nazismo al estilo hitleriano; si bien podríamos encontrar no pocas analogías: las propias de un movimiento de orientación totalitaria. Es decir: una cosmovisión propia, voluntarismo personal y colectivo, dogmatismo ideológico, radicalidad formal, ruptura cultural, movilización permanente, transgresión normativa, insolencia frente a la legalidad, moralidad revolucionaria, espíritu subversivo, acatamiento acrítico al liderazgo colectivo, subordinación de lo individual a lo grupal.

Todo ello caracteriza, decíamos, lo que hoy día se viene denominando como holismo y que encaja en gran medida con ese fantasma que arrasó el continente en el siglo XX: el de los totalitarismos.

Efectivamente, ya no desfilan las escuadras pardas por Berlín, pero sí lo hacen grupos de jóvenes vestidos análogamente y de modo fácilmente identificable al ritmo del ideal y con la misma chulería. La Plaza Roja de Moscú no es inundada por los mismos gritos lanzados en formidable conjunción desde tribuna y asfalto; pero la izquierda abertzale controla gran parte de los espacios públicos de dos comunidades españoles con sus liturgias, símbolos, sonidos y estéticas. En la plaza de Tiananmén no se sacrifican chivos expiatorios, pero los discursos del odio se siguen mostrando multitudinarios en nuestras calles y plazas con absoluta normalidad y, ahora, con apoyo institucional de Barkos y otros muchos como ella.

En el mismo espacio, en nuestra propia tierra navarra, dos concepciones de la existencia y de la política están enfrentadas por decisión de una de ellas: la izquierda abertzale, junto a sus aliados separatistas y extremistas de izquierdas, por una parte; por otra, la ciudadanía libre propia de una sociedad abierta.

Ellos son totalitarios. Nosotros, no.

Lo normal es vivir sin preocuparse demasiado por la política. Y más cuando los partidos políticos del sistema se han convertido en oficinas de intereses profesionales, de grupo y de colocación personal. En definitiva, poniendo un ejemplo: Sortu, en su íntima y externa naturalezas, nada tiene que ver con UPN. Ni en su funcionamiento interno o externo, ni en sus propósitos inmediatos y últimos; tampoco en su real voluntad de poder, que en el caso abertzale es de poder total. Ello se evidencia en su modelo organizativo, en su dinámica movilizadora, en el espíritu de su militancia, en su prototipo humano… Y ello a pesar de que en UPN todavía resuenan inequívocos pulsos populares.

Conviene tener muy claros estos conceptos y realidades para afrontar desde el análisis, que debe preceder toda acción, las tácticas y estrategia que el pueblo navarro -es decir, su ciudadanía libre y pacífica- debe adoptar en respuesta al reto del totalitarismo en curso que pretende marginarla, cuando no extirparla.

La izquierda abertzale ha logrado conjugar, de una manera muy hábil, identidad y contracultura, pertenencia y subjetivismo, cotidianidad y radicalismo, bienestar y movilización. No es una simple moda de paso. No es un postureo frívolo que se agote en un instante fugaz. Es una voluntad de poder total al servicio de una ideología cerrada y omnicomprensiva.

Frente a tamaño desafío, una sociedad moderna, libre, abierta y democrática, debe proveerse de instrumentos de organización, formación, movilización y participación ciudadana, alternativos a esa contra-sociedad -edificada pacientemente desde los orígenes de ETA junto a otras entidades precursoras de carácter nacionalista/separatista- que pretende sustituirla. Y ello debe ser así si quiere sobrevivir e imponer la razón frente a la violencia estructural propia de toda ideología totalitaria.

Sila Félix

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